Llegué a Moraleja cuando tenía casi catorce años. Recuerdo aquel día que entré en el colegio con el pelo tan corto que todos pensaron que era un chico. Aún considero «amigos» a casi todos los que estaban en aquella aula o al menos los miro con cariño y con cierta nostalgia.
Pasé mi adolescencia en una Moraleja que para mi era símbolo de libertad, la libertad que yo no había vivido hasta entonces. Me sentí muy protegida, querida y apreciada por toda la gente que conocí y hoy, muchos años después siento que se repite la misma historia con mi sobrino.
Moraleja tiene algo muy bonito y no siempre son bonitos edificios antiguos bien conservados, ni calles y ventanas que recuerden caballeros y princesas, tiene el don de sus gentes, de lo bien que te hace sentir la gente cuando llegas nuevo, de como acogen con cariño y abren sus corazones y sus casas.
Me encantan las calles anchas y caminar por cualquier sitio que no sea la acera. Los colores del cielo al atardecer. Adoro hasta el éxtasis el olor del regadío cuando llego a casa por las noches de trabajar, y saludar a todo el mundo que me cruzo.
Hace poco me preguntaron «¿crees que este pueblo es un buen sitio para vivir?», siempre he pensado que si estas bien, cualquier sitio es bueno, pero Moraleja es bueno para vivir, para tener hijos, para disfrutar, para caminar, para dormir, para comer productos saludables de las huertas, para comprar en tiendas mágicas que no encontrarás en ningún otro sitio, para sentir el calor del sol en invierno y mirar las estrellas en las noches de verano.